Tengo la costumbre, o la tendencia imperiosa, de apegarme a cuestiones materiales. Supongo que es un componente esperable de la cuota de obsesividad que me constituye. Me gusta guardar boletos de bus, boletas de cafés, pulseras de papel, incluso los mensajes que me envié con mis amigas en alguna sala escolar. Sí, es un cliché, un cliché por el que me obstino como escuchar a Regina cuando hace frío; tengo cajas de zapatos con recuerdos. Tengo las flores secas de mi graduación. Y un cuaderno en el que escribí un ensayo por primera vez, de media página, a los 12.
Soy guardadora, con la cabeza para atrás. Hasta conservo esa frase que vengo repitiendo hace años. Lo nuevo, sin embargo, me encanta, y me lo guardo.
Pero hoy; hoy se me fue una cajita de recuerdos que me llevó a mi primera fiesta escolar, que me trajo de vuelta tantas veces y me expulsó, que me valió el orgullo de llevar a cabo la empresa quijotesca de hacer andar una máquina mecánica que era más alta, ancha y dura que yo, y de equivocarme, de regenerarme e intentar.
Se lo llevaron, y no tuve ningunas ganas de llorar.
No sé si el desapego, o al menos la indiferencia, me acerca más o menos a mí.
Pequeña pony, eso se llama crecer. I guess
ResponderEliminarNada se queda para siempre, hasta lo inerte se va. A mí me da miedo que la memoria neuronal es frágil y se desgasta mucho más rápido que las cajas llenas de recuerdos. Aún así no soy de guardar cosas, ni siquiera de anclar muchos recuerdos a los objetos; menos aún emociones. Los perderé, se irán, como todo. Igual, con tu caja o sin tu caja, tienes esos recuerdos en tu cabeza. Y aunque esos recuerdos se esfumen, si algo aprendiste, eso sí se queda contigo por siempre.
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