Tengo la costumbre, o la tendencia imperiosa, de apegarme a cuestiones materiales. Supongo que es un componente esperable de la cuota de obsesividad que me constituye. Me gusta guardar boletos de bus, boletas de cafés, pulseras de papel, incluso los mensajes que me envié con mis amigas en alguna sala escolar. Sí, es un cliché, un cliché por el que me obstino como escuchar a Regina cuando hace frío; tengo cajas de zapatos con recuerdos. Tengo las flores secas de mi graduación. Y un cuaderno en el que escribí un ensayo por primera vez, de media página, a los 12.
Soy guardadora, con la cabeza para atrás. Hasta conservo esa frase que vengo repitiendo hace años. Lo nuevo, sin embargo, me encanta, y me lo guardo.
Pero hoy; hoy se me fue una cajita de recuerdos que me llevó a mi primera fiesta escolar, que me trajo de vuelta tantas veces y me expulsó, que me valió el orgullo de llevar a cabo la empresa quijotesca de hacer andar una máquina mecánica que era más alta, ancha y dura que yo, y de equivocarme, de regenerarme e intentar.
Se lo llevaron, y no tuve ningunas ganas de llorar.
No sé si el desapego, o al menos la indiferencia, me acerca más o menos a mí.