A veces me parece que estoy metida dentro de muchos huevos. A medida que pasa el tiempo parece que voy rompiendo cascarones. Una y otra vez, cascarones simultáneos y superpuestos se van abriendo para dejarme salir, y las imágenes del mundo van ganando claridad, aunque siempre cubiertas por telas de algún otro cascarón.
Este año rompí a penas -y digo a penas, porque fue doloroso y lleno de penas- uno tan potente y transparente, que no me había dado cuenta que estaba ahí. Uno que se parecía a mí, que se acoplaba a mi cuerpo, haciéndome creer que era yo.
Dejé de escribir, dejé de pintar, dejé de cantar. En los últimos tiempos había vivido una especie incubación alienante, tibia, cómoda como un vientre de madre, pero como tal, limitante, quiero decir, superresguardante. Antes había sido yo, y morí. Después me re-gesté, y morí, y nací. Ahora soy tan yo, y lo seré más cuando vuelva a nacer. Porque, al menos si tenemos la mirada vuelta adentro, se puede ver que vivir consiste en nacer y morir, una y otra vez. A veces a diario y a veces en años. Así acumulamos una serie de vidas que se siguen y se cortan, conviven y se aplastan, porque somos muchos Yo. Algunos dirán que es crecer; a eso me refiero yo también.
Me regocija la capacidad de asombrarme con cosas sencillas que espero nunca perder.
Y ahora vuelvo a escribir, y a pintar, y a cantar.
Porque soy tan Yo, tan simple, tan elemental.